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Entre los romanos Jano es el dios de las dos caras, el dios de los principios y los finales, el de las puertas, de lo que llega o se va. Un dios ambiguo, si me permiten. Tal vez resulte un exceso de mi parte invocarlo en estas líneas para referirme a las dos caras de cerrar y abrir temporadas, pero creo que se entiende si pensamos en los modos se enfrentar este repetido ritual ¿Nos despedimos del frío, damos la bienvenida al calor? ¿Por qué comienza o se reitera nuestro desasosiego, pero nunca termina?

No es una pregunta ociosa, sino de laboriosa resolución. Sobre todo si uno ha cometido la imprudencia de habitar una casa chica o acumular demasiada ropa para el tamaño de sus placares. No me quejo. Vivir en una casa funcional, donde los placares ocupan de arriba abajo cada una de las habitaciones es, por supuesto, una muestra de aprovechamiento del espacio bien resuelto. Lo mismo podríamos decir de la ropa. Al cabo, deberíamos dar gracias por padecer de exceso y no de falta de indumentaria.

Casi que estoy tentado de afirmar lo mismo de nuestro clima, que tiene distribuidas con bastante claridad las estaciones y además, como gesto de cortesía que debiéramos agradecer, sin que estas resulten extremas. Antes de quejarse de llenos, les ruego a los esforzados lectores que reflexionen. Ni en lo más alto del invierno ponemos en riesgo de congelamiento nuestras narices por caminar dos cuadras a comprar el pan, ni hacemos huevos fritos en las piedras en pleno verano. No señor, ni desnudos ni con dos pulóveres. Y ahí se esconde el drama.

En algún momento de ese tiempo incierto que llamamos entretiempo debemos considerar lo que tememos. O hay que subir la ropa de la temporada que termina, o bajar la ropa que corresponde a la temporada que comienza. Se dice fácil, se hace difícil.

Como decía, con placares de dos pisos la ropa de uso diario va abajo, a mano, y la de la temporada opuesta arriba, es decir fuera del alcance. Es simple. Y sin embargo.

La clave es el tiempo, el momento justo en que hacemos el pase. Que es trabajoso, por cierto, pero manejable en una tarde esforzada. Y luego, a disfrutar de la ropa recuperada. Será la alegría del lino, de las prendas livianas, con aliento de mar y vacaciones. O, por el contrario, la calidez de la lana, de las tardes de invierno al calor del fuego y buenos libros. Y sin embargo.

Hay temporadas en que nos dejamos estar, o nos apresuramos. Y el resultado es andar tiritando malamente envueltos en suéteres de algodón superpuestos, o transpirando con un saco de tweed en plena canícula.

No es por falta de previsión, o apresuramiento. Dijimos que nuestro clima no es extremo, es cierto. Pero también, de un modo fatal, perverso casi, resulta inconstante, irresoluto. Le gusta regalarnos los últimos fríos de la primavera, el calorcito de San Juan. Y siempre nos sorprende con la ropa cambiada.


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