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Nuestro país, como muchas democracias constitucionales de nuestro tiempo, se encuentra atravesando una crisis institucional inédita. Dicha crisis se manifiesta de formas diversas, que incluyen, de manera especial, a Ejecutivos que actúan discrecionalmente, y se ocupan de socavar el accionar de los órganos encargados de controlarlos.

Lo que hoy ocurre es diferente de lo que ocurría en el siglo xx, cuando la crisis solía implicar golpes de estado que traían un cambio de régimen, de un día al siguiente, y los militares pasaban a tomar el control de todos los órganos de gobierno.

En la actualidad, lo que vemos son procesos de deterioro o “erosión” de los sistemas de “frenos y controles”, a través de maniobras en apariencia legales, que van dejando al sistema en manos de una elite que procura actuar a su arbitrio. Ya no se trata del fin de la democracia “de muerte violenta” (un golpe de estado) sino de lo que Guillermo O’Donnell llamara procesos de “muerte lenta” (“la muerte de la democracia a través de mil cortes”).

En los casos más extremos, como el de Venezuela, el desgaste de los mecanismos de control ha llegado tan lejos, que los rastros de la democracia constitucional resultan irreconocibles. En México, desde fines de Septiembre, se ha puesto en marcha un intento de Reforma Judicial que se propone terminar con el clásico sistema de controles jurisdiccionales.

En la Argentina actual, nos encontramos con un gobierno que, desde su llegada al poder, se ha propuesto gobernar por decreto y sin controles. Hoy, el gobierno ha convertido en práctica la de resistir -a través de un apoyo minoritario- el control legislativo sobre sus decretos, amparado en una ley inconstitucional -la ley 26122 del 2006- diseñada en su momento por el kirchnerismo para sortear cualquier supervisión sobre sus actos (una ley que incentiva el uso de decretos, y torna casi imposible la tarea de controlarlos).

De modo más serio aún, algunos legisladores, cercanos al oficialismo, se resisten hoy a modificar la ley 26122 que, cuando eran oposición, denunciaban y urgían eliminar. Para algunos la discrecionalidad del poder no es siempre un problema: el problema no existe cuando les toca a ellos el turno de ser arbitrarios.

No se dan cuenta que nadie ocupa el poder por siempre, y que de ese modo preparan las condiciones para que el futuro gobierno -en instantes- se deshaga de sus “logros”, y también de ellos.

El tipo de enfrentamiento que vemos hoy, entre el oficialismo y la Constitución, se manifiesta en casi cada acto de gobierno. Ignorante de la Constitución, el Presidente ha calificado al mandato constitucional en favor de la “justicia social” (art. 75 inc. 19) como una “aberración” que representa un “robo”; ha denunciado al “garantismo” “responsable de un baño de sangre”, cuando desde 1853, la Constitución exige firmes garantías para todos -aún para los presos (art. 18); se ha negado a suscribir la Declaración sobre la Igualdad de Género, desconociendo los deberes que le impone el art. 37 (que exige “acciones positivas” a favor de las mujeres).

Mucho más que eso, este actuar anti-constitucional del Ejecutivo aparece reafirmado cuando el Presidente encarna una política anticientífica (art 75 inc. 19); cuando promueve con irresponsabilidad medidas que dañan al medioambiente (art. 41, 43); o cuando denigra y desfinancia, en lugar de expandir y promover, la educación pública (art. 75 inc. 18-19).

Mucho peor aún: el Presidente no deja pasar un día sin insultar a quienes no piensan como él; incitar a la violencia; mostrar intolerancia hacia las ideas diferentes; burlarse de las personas con discapacidades; injuriar a los miembros de las demás ramas del poder; acusar infundadamente de crímenes a sus opositores.

El Presidente no puede seguir actuando de ese modo, por una diversidad de razones: el poder y la posición de privilegio de la que goza; el impacto diferencial de sus acciones; el control del que dispone sobre el aparato coercitivo; los deberes de decoro que derivan de su función; las obligaciones institucionales que son propias de su cargo; las exigencias de cooperación que tiene con las demás ramas de gobierno; las responsabilidades propias de los funcionarios públicos (más cuanto más alto el rango).

En este marco, los demás poderes del Estado adquieren una obligación especial, hacia todos nosotros, y en favor de la Constitución, en pos de salvaguardar la “república representativa y federal” (art. 1). La justicia, y de modo muy especial la Corte Suprema, debe abandonar su habitual pasividad, disfrazada de prudencia y revestida de cálculo, para asumir activamente el papel que le corresponde de guardián de la Constitución, y garante de los procedimientos de la democracia.

Décadas atrás, dichos deberes podían traducirse en obligaciones de especial cuidado frente al accionar de los grupos de interés; y exigencias de una vigilancia firme contra habituales discriminaciones (i.e., contra minorías discrete and insular, como podían serlo las minorías raciales y sexuales).

Hoy, los riesgos presentes son mayores, por lo que una lectura atenta al contexto, en torno a los alcances del control judicial, merece incluir cuidados adicionales, en particular frente a las comunes prácticas de socavamiento o “erosión” constitucional, impulsadas desde el Ejecutivo.

La Constitución necesita que la Corte se ponga de pie, en su defensa, cuando los demás poderes no pueden hacerlo, o defeccionan, o son las responsables mismas de poner al derecho en crisis. No se trata de un actuar deseable, preferible o facultativo de la justicia: hablamos de una obligación constitucional, que nos incumbe a todos, y de la que ella es principal responsable.


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