Corresponsal
Son pastores, como fueron sus padres y sus abuelos y los ancestros de ellos desde que tienen memoria, y con sus piños de chivos, ovejas, algunas vacas, caballos y perros avanzan ahora por las huellas del arreo que están desde siempre en la Patagonia, casi ajenos a la pandemia mundial porque la transhumancia siempre regresa.
Ese tipo de pastoreo siempre en movimiento, práctica ancestral del ser humano en el mundo, es una de las pocas actividades, sino la única, que ha sobrevivido a las grandes transformaciones y al avance de la tecnología y la modernidad.
Neuquén es uno de los enclaves donde son los pequeños productores o crianceros trashumantes concentrados en su mayoría en la zona norte del territorio provincial quienes sostienen la cría de chivos.
Persisten en una lucha desigual contra los crudos inviernos, la falta de tierras aptas, de agua y contra el desplazamiento de alambradas que obstaculizan la circulación por las huellas de arreo.
Sus piños (pequeños rebaños) de chivos, ovejas, algunas vacas, caballos, además de perros, son el capital que apenas les alcanza para sobrevivir, pero a pesar de todo, ninguno de ellos tiene pensado siquiera abandonar una forma de vida ancestral que se ha transmitido de generación en generación.
Rosario Soto es una mujer criancera trashumante que hace pocas semanas regresó de la «veranada» a su casa ubicada a 6 kilómetros de la localidad de El Cholar, distante a 400 kilómetros de la capital neuquina.
En pleno siglo XXI y antes de que termine cada año, junto a su esposo y uno de sus hijos, recorre a caballo durante dos días el trayecto por lugares donde no hay caminos para trasladar su piño a la «veranada» para que puedan alimentarse con buenos pastos y estar en buenas condiciones para enfrentar el crudo invierno que se viene, al que llaman «invernada».
Rosario le contó a Télam que es madre de dos hijas, que para poder estudiar residen en la capital y dos varones que permanecen «cerca y ayudan».
«Hay mujeres crianceras, son esposas de crianceros y luchan con su marido. Esto es mi vida. A mí siempre me gustó: yo fui ama de casa y crié a mis hijos de esta manera y fue mi salida económica con mis poquitos animales», sostuvo Rosario porque en esta actividad, como en tantas otras, la presencia femenina ha permanecido invisibilizada.
Rosario es asociada a la Cooperativa Campesina del norte de la provincia cuya sede central está en la ciudad de Chos Malal. Destaca el respaldo que han tenido en algunos conflictos –aún no resueltos– con la propiedad de las tierras.
«Estamos rodeados de grandes terratenientes que tienen mucha tierra y nosotros tenemos muy poco para cuidar a nuestros animales», contó.
En diálogo con Télam, reconoció: «Estuve con ganas de aflojar, de vender todo, porque a veces el atropello es mucho y una se siente excluida de lo que está haciendo, es un trabajo muy sacrificado y para una no hay frío, no hay calor y hay que salir igual porque, sea la hora que sea, si su animal necesita ayuda, tiene que ir a ayudarlo, a cuidarlo».
Saúl Jara es un criancero de 51 años de edad, separado y con dos hijos. Regresó de la veranada el 18 de abril a su casa ubicada en el Paraje Naunauco, a 30 kilómetros al sur de Chos Malal para «hacer la invernada», después de un recorrido trashumante de más de 150 kilómetros, que le demanda 9 días aproximadamente a caballo para trasladar su piño de chivas, algunas vaquitas y la tropilla de caballos.
La vigencia de la trashumancia tiene una clara explicación en palabras de Jara: «Para no hacer la trashumancia, tendríamos que tener buenas tierras, así de simple. Pero a medida que uno va arriando el piño, las huellas van siendo más angostas, le van poniendo alambre por las orillas y se complica para el criancero».
Con todo, a pesar de las complicaciones, al igual que Rosario Soto, Jara no desiste: «No pienso dejar la cría de chivos, si no sabemos hacer otra cosa», dijo a Télam y agregó: «Voy a seguir porque para morirse hay que estar vivo nomás».
El abogado Emanuel Guagliardo asiste jurídicamente a los crianceros en la Cooperativa Campesina y conoce como pocos los sacrificios y problemas que deben enfrentar a diario con los propietarios de grandes campos en la provincia.
En cuanto los factores económicos y políticos que deben enfrentar los pequeños productores trashumantes, Guagliardo afirmó que «los pequeños crianceros y comunidades mapuches fueron relegadas a las tierras de menor aptitud ganadera y los grandes terratenientes aliados al poder político nacional en el primer periodo del estado nacional (luego de la Conquista del Desierto) se quedaron con los mejores campos».
Así es que «las familias de la comunidad que están en Colipilli, de las más antiguas, tienen en la invernada 48 unidades (piños) de producción de trashumancia en un predio de 3000 hectáreas, mientras que al lado hay un campo de propiedad privada de la familia Della Gáspera, que es una antigua familia de la élite criolla, de casi 7000 hectáreas en inmejorables condiciones de carga animal y que debe quintuplicar la cantidad de cabezas de ganado que tiene en comparación con la de las comunidades mapuches».
Otro ingrediente que suma Guagliardo es que «los subsidios que el gobierno de la provincia realiza del incentivo ganadero están directamente relacionados con la cantidad de cabezas que posee el productor. Entonces –añadió– con este sistema de fomento, que es el único para este sector, siempre termina en manos de los ganaderos de mayor desarrollo».